Dentro de la oposición al Globalismo capitalista hay una corriente de pensamiento que -curiosa y no sé si paradójicamente- se muestra tan hostil a la idea de Estado como las más viscosas gusaneras neoliberales. Y por motivos presuntamente opuestos.
La ya cansina monserga liberal pretende convencernos de que
el Estado es una cortapisa a la libertad económica - léase: a los beneficios
producto de la explotación del trabajador.-
Según la óptica neoliberal, el que existan leyes que
prohíban la esclavitud y el trabajo infantil o que garanticen un salario
mínimo, son obstáculos para el desarrollo. Para el desarrollo de las
multinacionales, claro.
Los que defienden esta concepción -CEOE, peperos, voxeros,
las Koplovich, el PNV, San Amancio Ortega y gente así - afirman que, en el
fondo, los impuestos y los servicios públicos son -habló de putas la Tacones-
un robo.
En el bando teóricamente opuesto a este liberalismo rapaz -valga
la redundancia -, están los que se autodefinen como tradicionalistas. Y no en
el sentido antipático y cerril producto de las disputas dinásticas en la
lamentable familia borbónica, sino en el de defensores de la Tradición
primordial desde una óptica evoliana o así.
Esta corriente de
pensamiento disidente suele acertar a la hora de señalar los efectos de la
Globalización y su imposición del Pensamiento Único Políticamente Correcto:
alienación de los pueblos, desestructuración social, degeneración moral,
mediocridad artística, cretinización de la enseñanza, histerismo feminista,
crisis de valores, censura y persecución del patriotismo, africanización de
Europa, tergiversación de la Historia, demonización de la civilización europea...
En resumen, la masónica Agenda 2030.
A pesar de este
acertado diagnóstico de los males de nuestro tiempo, esta corriente abomina del
concepto de Estado aludiendo a su origen liberal. Oponen al concepto de Nación
el de Imperio. Cosa que estaría muy bien si volviera el César Carlos. Pero hoy, cuando el único imperio real es el gringo, la cosa no parece muy apetecible.
Parece que conceptos como el de Estado Nacional, superador
tanto de la tramoya liberal como de la tiranía marxista no son tenidos en
consideración. O, peor aún, son descartados por haber sido vencidos en la
Segunda Guerra Mundial. Que su añorado Imperio romano-germánico desapareciera
en 1918 no parece preocuparles tanto como que las naciones que supieron aunar
lo nacional y lo social fueran vencidas por la Usurocracia en 1945.
Para añadir el inevitable aliño de incienso a la ensalada,
cuando hablan de Europa hablan de la “Cristiandad” olvidando y menospreciando tanto
el sustrato cultural greco-romano como el panteón celta y germánico. En su definición
de Europa también soslayan el elemento más evidente de la identidad europea: el
biológico. A lo mejor es cosa mía, pero en muchos casos pudiera parecer que
añoran que la Santa Madre Iglesia meta el moco en los asuntos políticos. Lo
que, teniendo en cuenta la ralea moral de Bergoglio y sus secuaces, da bastante
repeluco.
Da la impresión de que conceptos como la separación entre la
Iglesia y el Estado les parecen cosa de masones a pesar de que fuera defendido
como obviedad por un pensador político tan profundamente católico como José
Antonio. En fin.
Otra muletilla que suelen repetir es que ellos son “patriotas”
pero no “nacionalistas”.
Vamos a ver: El patriotismo, para dejar de ser la etérea
evocación sentimental de un pasado idealizado y convertirse en una sólida
aspiración de grandeza, libertad y justicia social proyectada al futuro, debe
enmarcarse en un nacionalismo revolucionario, constituido en guía y objetivo
del Estado Nacional.
La batalla contra la hegemonía cultural del Globalismo no
puede plantearse desde una retórica vacía.
Claro que necesitamos épica, poesía, laureles y cantares de
gesta. Pero también necesitamos empleos dignos, justicia social, soberanía
monetaria, supervisión estatal de la economía, empresas públicas fuertes y
autonomía energética y tecnológica.
Una Patria sin Justicia no es Patria.
J.L. Antonaya