miércoles, 7 de agosto de 2019

GILIPOLLAS E HIJOPUTAS, UNA SIMBIOSIS OLVIDADA.


Es indignante que no tengan un Día Internacional o, al menos, una placa de agradecimiento en el Congreso de los Diputados. Me refiero a los gilipollas. Los gilipollas, esos grandes olvidados, constituyen un colectivo sin el cual los hijoputas no gozarían de su indiscutible hegemonía en la vida pública española. 
Los gilipollas constituyen el imprescindible catalizador de la hijoputez. Los gilipollas son el colectivo que sustenta, con su apoyo imbécil o con su estúpida inacción, el omnipresente pavoneo de los hijoputas. 
Sin los gilipollas, los hijoputas volverían al ostracismo mediocre del que nunca debieron salir. Sin un gilipollas que refrende sus hijoputeces, repita sus consignas o aplauda su maldad, el hijoputa no disfrutaría de la impunidad  con la que ejerce su desempeño.
Esta afirmación sin duda se comprenderá mucho mejor ilustrándola con algunos ejemplos entresacados de nuestra actualidad política.
Sin gilipollas que dieran la bienvenida, verbigracia, a los delincuentes juveniles marroquíes que asaltan nuestras fronteras, los hijoputas no patrocinarían a estas bandas de violadores ni les darían una paga -cama y comida gratis aparte- con cargo a nuestros impuestos.
Sin gilipollas que se encogiesen de hombros ante los homenajes a asesinos etarras, estos hijoputas no gozarían de un oxígeno que no merecen. Ni, por supuesto, se sentarían, junto al resto de hijoputas, en los escaños del patio de Monipodio de la hijoputez. 
Sin los gilipollas que asumen el odio a su historia, a su raza o a su cultura cocinado en los laboratorios de ingeniería social del Nuevo Orden Mundial, Europa no estaría siendo asesinada desde dentro por los hijoputas del globalismo endófobo y la multiculturalidad.
Sin los gilipollas que se tragan los embustes del liberalismo económico y consienten los abusos del libre mercado y de la Usura, los trabajadores españoles no sufrirían el mayor nivel de explotación y precariedad de las últimas décadas por parte de esa hijoputez institucionalizada llamada capitalismo.
Sin gilipollas que sigan ignorando que el discurso progre -con sus memeces de género, feminismo sicópata y demás dogmas del Pensamiento Único- obedece a consignas dictadas por la finanza internacional, los hijoputas no se lucrarían con los diversos chiringuitos. oenegés negreras y bandas subvencionadas que han sustituido la defensa de los trabajadores por la reivindicación decadente y burguesa de todo tipo de degeneraciones y disparates.
Y, sin embargo, los hijoputas siguen sin agradecer debidamente la labor de los gilipollas. 
Y eso a pesar de la cada vez mayor interacción y mezcla entre ambos colectivos. No hay más que echar un vistazo a la cúpula de cualquier partido político, o a la nómina de un Consejo de Ministros, Parlamento, Ministerio o Consejería para comprobar que cada vez es más difícil delimitar la frontera entre gilipollas e hijoputas.
 Aunque abundan más estos últimos, se hace cada vez más difícil encontrar, salvo en ciertas cúspides de la élite social y administrativa, un hijoputa puro.
 Analizando las declaraciones de cualquier portavoz o portavoza de las distintas covachuelas administrativas y políticas, se puede comprobar fácilmente que  todos los hijoputas ostentan, a menudo con orgullo, un grado variable de gilipollez. Y, de la misma forma, en casi todos los gilipollas se suele esconder una veta más o menos pura de hijoputismo.
Creo que en una democracia madura como la nuestra ya ha llegado la hora de reconocer la labor de los gilipollas como garantes de la estabilidad del Estado constitucional y de derecho. Habría que dedicarles un día. 
El 6 de Diciembre estaría bien.