La sala de autopsias olía como todas las salas de autopsias del mundo. Ese olor dulzón y pegajoso mezcla de desinfectante, sangre y podredumbre, que era conjurado sin demasiado éxito por el humo de los habanos de los dos personajes - el médico forense y el detective de homicidios- que deambulaban por la penumbra en torno a la isla de luz creada por el potente foco. Sobre la mesa de mármol yacía el cadáver desnudo y abierto de una anciana.
- ...y a menos que te esperes a que termine mi trabajo, no puedo decirte nada más.- estaba diciendo en ese momento el forense.
- Pero, por lo menos, podrías darme alguna maldita indicación sobre el momento de la muerte.-replicaba el policía.- Ni siquiera sabemos si se trata de un suicidio o un asesinato.
El forense se rascó el cogote y, dejando el puro sobre una bandeja metálica junto a unas pinzas con aspecto de cascanueces, pareció reflexionar para sí mismo en voz alta.
- No es tan fácil. Todo apunta a una compulsión autodestructiva. La difunta se odiaba a sí misma.
- Pero eso no tiene sentido. No fastidies. Una personalidad creadora y fecunda como la suya, que había alcanzado la plenitud artística y científica y había gozado de un prestigio universal sin parangón en toda la maldita Historia humana no tenía motivos para suicidarse.
- Los motivos fueron inducidos.- El forense repasó una vez más las amarillentas hojas del informe previo- En su sangre he encontrado gérmenes de varias cepas: hebraica, africana, arábiga... Todas letales e incompatibles con su propio genoma. El trastorno mental era severo. La víctima había renunciado hacía tiempo a su autoestima y había desarrollado un complejo de culpabilidad que la llevaba a agravar sus dolencias consumiendo de forma desaforada los mismos venenos que la estaban matando.
- Pero, concretando- atajó el policía- ¿Cuándo murió?
- Eso es lo más inexplicable. Aunque el cadáver ha sido hallado ahora, todos los indicios apuntan a que llevaba muerta desde 1945. Pobre vieja. ¿Cómo dices que se llamaba?
- Europa.
J.L. Antonaya