viernes, 3 de septiembre de 2021

DE KALERGIS, PELIS PORNO Y ANUNCIOS DE LA TELE.


Si un extraterrestre tuviera el mal gusto de ponerse a mirar un rato los anuncios de las teles españolas, sacaría la conclusión de que España es un país africano con alguna minoría menguante de población blanca.

Hemos pasado de aquel negrito del África tropical -que cultivando cantaba la canción del Cola Cao- a la omnipresencia televisiva subsahariana.

 No hay ningún anuncio de productos infantiles sin su reglamentario negrito. A veces también sale algún chinito, pero lo ineludible es el negrito simpático y sonriente. Las facciones exóticas han saltado de las huchas cefalomorfas del Domund a la omnipresencia mediática. Black business matters.

 En la publicidad de productos femeninos tampoco puede faltar la consabida africana o mulata buenorra con un lanudo y exuberante peinado que parece sacado de una peli de los años setenta. Yo creo que, dada la escasez en la realidad de estos pibonazos, la negrita de los anuncios siempre es la misma. Las que se ven por la calle o en la Casa de Campo tienen menos trapío y más kilos. 

Aunque esto también pasa con las blancas, las cosas como son. Salvo llamativas excepciones, las paisanas que uno se cruza por la calle suelen ser más culibajas y tetiflojas que las chavalas de los anuncios. Sobre todo de las de los anuncios de bragas y sostenes, donde nunca falta, como es reglamentario, la hipermaciza modelo mulata. 

Esto es un problema de la publicidad en general, y de la que fomenta la mezcla interracial en particular. A la publicidad le pasa como a las pelis porno: reflejan una fantasía que, en contraste con la realidad, provoca frecuentes decepciones y desasosiegos. 

Pero, a diferencia de las pelis guarras, que asumen sin pretensiones su condición de entretenimiento y sicalíptico solaz, la publicidad cada vez esconde menos su intención de querer modificar la realidad social adoctrinando a la peña en lo guay que es el apareamiento multicultural.

 Lo malo es cuando, después de la sobredosis de anuncios publicitarios con negritos simpatiquísimos, la gente sale a la calle y se encuentra con las exóticas bandas de manteros que modernizan nuestro comercio minorista. O cuando, después de ver a la mulatita del anuncio de bragas fashion, se encuentra con algún conjunto de lorzas y nalgas inmensas enfundadas en leggins color fosforito.

Pero donde la publicidad teledirigida por el lobby globalista esconde menos sus intenciones de lavado cerebral es en los anuncios donde aparecen familias. El matrimonio o pareja ideal de la España Neonormal y Globalista de los anuncios está formado, invariablemente, por una mujer blanca y un varón africano. Nunca, o casi nunca, al revés. 

Las intenciones y objetivos de esta propaganda se explican si vemos la composición de la avalancha de inmigrantes ilegales que asaltan nuestras fronteras para alegría de empresarios rapaces, oenegés subvencionadas y pijiprogres de tertulia. 

Y es que, al contrario de lo que afirma vagamente la burda y lacrimógena propaganda progre, estas oleadas no están formadas por mujeres y niños famélicos huyendo de no se sabe muy bien qué guerra o desastre natural. Los que, según el dogma giliprogre, vienen a pagar nuestras pensiones, son lustrosos mocetones perfectamente equipados por las oenegeras mafias de la inmigración ilegal y generosamente atendidos en sus necesidades más íntimas por fogosas y abnegadas voluntarias de la Cruz Roja.

La élite globalista mima a este moreno ejército con el cuidado y dedicación que se reserva para los sementales más selectos de una explotación ganadera. 

No en vano son el elemento imprescindible para conformar la nueva sociedad de mestizos sin identidad que se someterá  sin protestar a los designios y abusos de la oligarquía financiera. Una masa que jamás levantará la voz contra la dictadura global y sus agendas dosmiltreinta, coronatimos, milongas climáticas, dictaduras inclusivas, tiranías sostenibles y demás maldades.

No como esos tiquismiquis indoeuropeos y sus molestas revoluciones y reivindicaciones históricas para pedir derechos sociales y salarios dignos. Es cierto que los europeos actuales son una pálida caricatura de sus antepasados y no tienen ya ni un ápice de la testiculina de sus abuelos.  

Pero mejor no fiarse de gente que tiene entre sus ancestros a los músicos del Barroco, a los escultores del Renacimiento, a los poetas del Siglo de Oro o a los revolucionarios que decapitaron reyes, asaltaron palacios de Invierno, marcharon sobre Roma o desfilaron en Nuremberg. 

Con estos blancos nunca se sabe. Mejor que, para alegría de progresistas, usureros y liberales, se extingan en pocas generaciones. 

                                                                                                                         J.L. Antonaya