Me cuentan que miles de jóvenes católicos españoles han acudido a Lisboa a una gran concentración, rave, macrobotellón o así para aclamar a Bergoglio y sus mariachis. La cosa tiene algo de milagrosa porque estos miles de jóvenes católicos han aparecido de la nada, como por generación espontánea. Es un milagro tan acojonante como lo de los panes y los peces.
Y es que hasta anteayer no existían. Esto es algo digno de estudio y merecería ocupar la portada de todos los programas de misterio. No estaban, por ejemplo, cuando el psicópata guerracivilista atrincherado en La Moncloa ordenaba la profanación de la tumba de un estadista que concedió innumerables prebendas a la Iglesia.
Tampoco cuando recientemente se profanó el sepulcro de un político revolucionario, asimismo católico. Un político asesinado por los mismos que masacraron a decenas de miles de católicos en la Guerra Civil.
Ni cuando las taradas feministas insultan a la Virgen. Ni cuando los innumerables chiringuitos subvencionados de la doctrina "woke" hacen apología de la degeneración moral y del asesinato de bebés no natos.
Estos jóvenes católicos no existían porque, si hubieran existido, jamás hubieran consentido que un espacio sagrado para ellos como la Basílica del Valle de los Caídos hubiera sido pasto del talibanismo revanchista de Sánchez y sus secuaces.
Si hubieran existido, hubieran impedido que las arpías feministas hicieran sus "procesiones del santo coño" o que los monfloritas hicieran burla de los personajes sagrados en la otra "rave", la del "orgullo".
Si hubieran existido, habrían realizado una gran manifestación contra los enemigos del jamón cuando un pagapensiones procedente de Marruecos asesinó a un sacristán en Algeciras.
Aunque hace años que me mantengo lo más lejos posible de la multinacional vaticana, de sus pompas y sus obras, creo que la Iglesia católica tiene todo el derecho del mundo a mostrar músculo concentrando a sus juventudes. Al fin y al cabo, el antiguo bastión europeo del cristianismo ha pasado a ser, gracias al buenismo multicultural, campo abonado para que los enemigos del jamón nos impongan su religión de paz, sus burkas y sus ramadanes a golpe de subvención buenista, de inmigración masiva y de machete de caso aislado.
En principio, la idea de una gran demostración de fuerza juvenil debería impresionar a los entusiastas incendiarios que, al grito de "¡Alá es grande!" han tenido a Francia entretenida y disfrutando de las bondades del multiculturalismo.
Pero, al ver las imágenes del magno acontecimiento, me temo que los mojamés no se impresionarán mucho. Si Saladino levantara la cabeza nada podría convencerlo de que el rebaño de miramelindos, pisaverdes y capillitas que bailan el cumbayá a ritmo de reguetón son los herederos de los cruzados que conquistaron Tierra Santa.
Si algún sarraceno se muere, será de risa.
J.L. Antonaya