Esto es una casa de putas.
Tras el resultado de las últimas Elecciones Generales, el coro de plañideras-votantes de derecha se lamenta de que el Sistema electoral que padecemos, con sus marrullerías, leyes D´Hont, enredos, carambolas y añagazas, permita que un marrajo como Pedro Asaltatumbas Sánchez pueda seguir en el poder, tras perder las elecciones, juntando a todas las cuadrillas separatistas, exterroristas, pijiprogres y demás ralea.
El partido pistacho a la derecha del Pepé -tan liberal,
monárquico, vomitivo y constitucional como la banda de Génova pero con pulserita
rojigualda y postureo patrihorterilla – se ha abierto de nalgas ante Feijoo
ofreciendo su apoyo más sumiso para “preservar el orden constitucional”.
Pero incluso con el apoyo de los voxeros, a los que en el
fondo desprecia, al chico Bilderberg de la taifa gallega le siguen sin salir
las cuentas. Por eso ofrece sus felaciones más voluntariosas al PNV, pero la
piara clerical-separatista sigue haciéndose la estrecha.
En la otra banda, las diversas pandilla basura (pijiprogres
de tucán, feministas de frenopático, separatistas de herrikotaberna,
regionalistas de subasta y trileros de escaño en general) hacen cola para
vender al mejor precio su apoyo al psicópata profanador de tumbas.
Una casa de putas.
Y es que el Régimen del 78 siempre muestra su cara más
grotesca tras el circo electoral.
Y no es cuestión de que gobierne un partido u otro. La cosa
viene de lejos.
El mayor triunfo de
aquellos sinvergüenzas del tardofranquismo – Fraga, Suárez, Martín Villa,
Areilza, Landelino Lavilla y demás virtuosos del chaqueteo rentable…- fue
convencer a los españoles de que unas bandas de charlatanes llamadas partidos
políticos eran sus representantes. De que eso era lo moderno y lo guay.
Así, en lugar de regenerar los cauces de representación
natural – familia, municipio, sindicato- anquilosados y fosilizados por la
burocracia opusino-tecnócrata, los parásitos que buscaban reacomodo para el día
después de la muerte del anciano Caudillo no tuvieron el menor reparo en vendernos
la mula coja de la partitocracia.
Todo fue cuestión de
cambiar sus camisas azules y guerreras blancas por trajes de oficinista, de hacer
que el campechano tataranieto de Fernando VII renegase, en la mejor tradición borbónica,
de su juramento de fidelidad a los principios del Movimiento Nacional, de hacer
regresar a los viejos genocidas derrotados en la Guerra Civil, de regalarles el
patrimonio sindical de todos los españoles a las bandas cocougeteras y ¡alehop!
ya somos un Estado de Derecho listo para ser desmontado, privatizado y
convertido en carroña con la que alimentar a los buitres del liberalismo.
Y – habla, pueblo, habla- la gente tragó.
Todo lo que ha venido después – la burocracia elefantiásica
de las diecisiete taifas autonómicas, la corrupción generalizada, la pérdida de
soberanía, la sumisión perruna ante la OTAN, la pérdida de derechos laborales y
sociales, el saqueo y privatización de nuestras empresas públicas…- no es sino
el lodo maloliente provocado por aquellos indecentes polvos.
Y no es porque, desde Suárez, estemos gobernados por una
sucesión de charlatanes sin escrúpulos, que también. Es que el propio sistema
promueve una selección natural al revés.
En cualquier partido político, los que medran, escalan
puestos y terminan manejando el cotarro son siempre los más sinvergüenzas, los más
mediocres y los más sumisos ante los poderes financieros.
Los que se dedican a la política son los que pretenden vivir
del cuento y hacer grandes negocios a cuenta de un cargo público.
Para ser diputado, ministro o consejerillo autonómico no
hace falta tener ni siquiera una mínima formación académica. El único requisito
es estar apadrinado por algún marrajo con auténtico poder dentro del partido,
ser hábil en vender humo, experto en farfullar palabras huecas y carecer de
escrúpulos y de principios.
No es de extrañar que, en estas condiciones, el noventa por
ciento de la jornada de cualquier cargo, carguito o tiralevitas de nuestra
ejemplar democracia se dedique al postureo, a la intriga y al trile en busca de
votos para el próximo mandato en lugar de a la gestión pública. Y así nos va.
Por eso, cuando los demócratas profesionales, los
beneficiarios de subvenciones, los tertulianos de orinal y los todólogos de
telebasura insisten en que la solución a esta merienda de subsaharianos
afroamericanos es “fortalecer las instituciones y la Constitución” me daría la
risa floja si no me tocara las gónadas que nos sigan tomando por imbéciles.
La solución no está en mantener este putiferio tan caro, sino en
liquidarlo por cierre, convertir en un Museo de la Vergüenza cierto edificio de
la Carrera de San Jerónimo, crear didácticos campos de trabajo para entretener
los ocios de los calentadores de escaños y pagarle un billete de tren a
Cartagena al descendiente del Deseado.
J.L. Antonaya