domingo, 19 de octubre de 2025

JUAN MANUEL DE PRADA Y LA ESPAÑA SIN ESPAÑOLES.


 Confieso que llegó a caerme bastante bien Juan Manuel de Prada. Su postura valiente contra la tiranía covidiana en los infames tiempos de la plandemia, su rechazo al globalcapitalismo, su postura a veces disidente con el propio periódico - monárquico, liberal, repulsivo...- en el que escribe, me despertaron bastante simpatía.

Como novelista, sin negar su indudable maestría literaria, siempre me resultó algo soporífero. Pero como columnista, en un entorno periodístico como el español, plagado de marisabidillas progres de léxico limitado, de lamelibranquios amanuenses del perrosanchismo y de pedantescos colaboradores de El País y demás panfletos oficialistas, la prosa de Juan Manuel de Prada - culta, literaria, variada en su léxico, ilustrada en sus referencias- siempre destacó sobre la mediocridad ambiente.

Por eso me ha parecido especialmente lamentable su último artículo titulado "Quimeras racistas y abstracciones universales". En este artículo ataca e insulta, como el más asilvestrado de los antifas, a los que llama "odiadores racistas", es decir, a los que defendemos nuestra raza frente al reemplazo étnico que sufre Europa.

Como el más políticamente correcto de los voceros del discurso oficial, De Prada niega que exista dicho reemplazo pasándose por el forro las últimas estadísticas oficiales que dicen que la mitad de los menores de cinco años nacidos en España son de origen extranjero o que ya se cuentan por millones los inmigrantes "nacionalizados" como "nuevos españoles", la mayoría de los cuales no son ni siquiera europeos.

Pero esto a don Juan Manuel le suda la ingle. Para los que, desde el meapilismo más o menos integrista o desde el buenismo más o menos ingenuo, ponen la religión por encima de la Patria y de la Sangre, un amerindio, un chino o un esquimal son españoles siempre que hablen más o menos nuestro idioma y vayan a misa los domingos. Para estos nuevos guelfos, España no es otra cosa que un instrumento de la Iglesia para imponer su visión santurrona, mojigata y castrante sobre el universo mundo.

Y algunos se lo creen de verdad y se sienten más próximos a un pastor de guanacos del Perú o de Bolivia que a un relojero de Milán o de Viena. Porque, claro, el de los guanacos va a misa y habla español.

De Prada, en el desafortunado artículo, intenta templar gaitas y afirma, paradójicamente, que los pueblos tiene derecho a defender sus particularidades. ¿En qué quedamos? ¿Defendemos nuestras particularidades, nuestra sangre y nuestra identidad o nos diluimos en mestizajes culturales y étnicos? El "ecumenismo" es el otro globalismo, tan alienante, desnaturalizador y enemigo de las Patrias como el promovido por el turbocapitalismo.

Todo este cacao mental que, desgraciadamente, padecen todavía muchos patriotas viene de esa interpretación de nuestro devenir histórico como subordinación de lo que ellos llaman "poder temporal"- organización política e institucional de un Pueblo- a lo que llaman "poder divino" -entramado de influencias de la casta sacerdotal-.

Vamos a ver: En la cultura indoeuropea hay tres funciones sociales primordiales enraizadas en nuestra Tradición: la sacerdotal, la guerrera y la productiva.

Las distintas civilizaciones indoeuropeas (irania, griega, romana, celta, germana...) las han ido llamando de distintas formas pero todas responden a un mismo orden natural. En el equilibrio de estas tres funciones reside el éxito de cada civilización. Cuando una de las tres funciones se impone sobre las otras, se rompe ese equilibrio sagrado y sobrevienen la decadencia y la descomposición (kali yuga, ragnarok, etc)

En España, la función sacerdotal siempre ha sido bastante tocapelotas desde los tiempos de los Reyes Godos. En la gesta que configuró en gran parte nuestra identidad -la Reconquista de la tierra invadida por el moro- el poder religioso tuvo una influencia decisiva. Al fin y al cabo, el factor de más peso en el choque de las dos civilizaciones enfrentadas era el religioso. Pero este poder de la clerecía estaba equilibrado con el poder de la nobleza guerrera.

La Reconquista - iniciada, no se olvide, por un caudillo visigodo en las montañas asturianas- siempre tuvo como idea motriz la restauración del antiguo Reino de Toledo y como consecuencia -no como fin- la preponderancia natural de la religión cristiana sobre la religión del enemigo islámico.

Con el tiempo, para desgracia de los españoles, este equilibrio se fue rompiendo y la función sacerdotal se fue imponiendo sobre la guerrera. Los curas convencieron a los nobles guerreros de que luchaban, no por la expansión y la grandeza de su pueblo, sino para llevar la religión "verdadera" a todos los rincones del orbe. Y, claro, los obispos metieron cuchara en la organización política. Para que un rey castellano, aragonés o navarro tuviera legitimidad era necesario el visto bueno de un Papa que no había olido un campo de batalla ni de lejos. Esa es la tragedia de España y de Europa entera.

El error de perspectiva que arrastramos es el de considerar el Imperio como un medio al servicio de la religión en lugar de un fin en sí mismo. De esta perspectiva nacen concepciones como la de Juan Manuel de Prada y otros pensadores "tradicionales" que estarían encantados con una España sin españoles.

Les parecería fenomenal que, en su concepción de España como instrumento al servicio de la Iglesia, la población establecida en el solar patrio fuese una mescolanza de africanos, amerindios, chinos o esquimales siempre que fuesen buenos chicos y obedeciesen al Papa.

Lo que pasan por alto los nuevos guelfos es que, para imponer su visión clerical y teocrática a un pueblo, primero tiene que existir ese pueblo.

Si el pueblo va a ser diluido en un magma multicultural, tanto nos da que el promotor del genocidio étnico sea George Soros, Juan Manuel de Prada o el Arzobispo de Madrid-Alcalá.

J.L. Antonaya