jueves, 16 de abril de 2020

EL GRAN HERMANO ERA UNA CHONI.



La fábrica de sueños y mentiras del Séptimo Arte o de la creación literaria suelen recubrir con un barniz de elegancia y encanto las miserias y mezquindades de la condición humana. Esto es así desde Homero. 


Si el lector de novelas o tebeos y el espectador de películas comparan los personajes de ficción con sus prosaicas encarnaciones en el mundo real, se decepcionan al descubrir que el atracador de bancos no es el aventurero épico de la ficción sino un simple chorizo, que la "mujer fatal" no es una sofisticada y misteriosa dama de enigmática belleza sino un ordinario putón verbenero y que el heroico policía no es más que un ganapán corrupto y miserable amparado tras una placa.

Esto pasa también con los malos. El malo da realce y aporta mérito a la acción del bueno que lo vence. Esto solía ser así en todos los géneros literarios y cinematográficos, pero era especialmente notorio en las historias de superhéroes. Lex Luthor y el Joker no podían ser unos mierdas porque hubieran dejado a Superman y a Batman como unos abusones de medio pelo.    

Cuando las distopías postapocalípticas estaban en las novelas y en el cine en vez de en el BOE, los malvados y villanos de las historias también tenían estilo. El Gran Hermano de "1984" o los bomberos incendiarios de "Fahrenheit 451" irradiaban cierto carisma y un siniestro brillo intelectual.

Pero cuando se desciende al terreno de lo real en un escenario tan triste y catastrófico como el que padecemos, y se comparan los sofisticados villanos de la ficción con el hatajo de mezquinos canallas que han convertido a España en el país más castigado del mundo por la pandemia, se tiene una sensación a medio camino entre la náusea y la vergüenza ajena. 

La banda de podemitas y pesoeros que se ha encaramado al poder gracias a los birlibirloques de las trileras leyes electorales, no sólo es mentirosa, inmoral y cínica, sino que es hortera, ágrafa y mediocre. Además de malvados -algo que sería esperable en profesionales de la manipulación- son vulgares e incultos. 

Sus mendaces declaraciones públicas no tienen el glamour de las grandes obras de teatro sino el aire cutre y zafio de una farsa de baratillo. Sus ruedas de prensa y comparecencias públicas están más cercanas a la charlotada o a la opereta que a la solemnidad institucional.   

Y, como era de esperar, al elegir a los inquisidores y censores que deben amordazarnos y depurar de cualquier opinión disidente las redes sociales, esta cutrez sigue omnipresente. 

Conscientes de las tragaderas de su poco exigente público, no se han molestado en buscar a alguna figura más o menos intelectualoide para dirigir su Policía del Pensamiento. 
Se han limitado a poner a la mujer de su garbancero y sectario Jefe de Prensa y Propaganda al frente del sanedrín que -liderando un ejército de chivatos, "verificadores" y demás malditos y malditas tontos del bulo- decidirá lo que es verdad y lo que es mentira no sólo desde el sectarismo más obsceno sino desde la ignorancia más cateta.
Al final, en esta pesadilla apocalíptica y orweliana en la que ha devenido la realidad española, el Gran Hermano es una choni.

J.L. Antonaya