Hace unas semanas que tanto el postureo pijiprogre de los socialpodemeros como la catetez oportunista de la derecha color pistacho vienen haciendo de la monarquía un aspaventero debate para mantenernos entretenidos y que no cuestionemos los males de fondo de la Nueva Normalidad.
En el colmo del cinismo, la banda del Chepas ha aumentado el presupuesto de la Casa Real mientras azuza a sus trolls mediáticos para que aireen las innumerables y archiconocidas corruptelas borbónicas. Los trasnochados y simplones eructos podemeros se centran, eso sí, sobre el campechano, putero y multimillonario Rey Emérito. Al marido de la periodista, de momento, no lo tocan mucho.
En la otra pista del circo parlamentario, los voxeros hacen una encendida defensa de la monarquía con su particular y estridente patrioterismo de opereta. La propaganda verdosa intenta la cuadratura del círculo argumental intentando convencer al personal de lo bueno que es defender a la misma institución que ha conducido a España al actual estercolero de ruina y descomposición nacional.
Todo este debate tiene un aire de farsa y charlotada que hace que nadie se lo tome demasiado en serio. Las peripecias y quisicosas de la zarzuelera dinastía reinante tienen un marco dialéctico más adecuado en el plató de un programa de telebasura que en el campo del debate político aunque, dado el nivel oratorio y cultural de los actuales padres de la Patria, ambos entornos sean cada vez más indistinguibles.
En estos tiempos de hediondez política en los que la
tergiversación histórica, el analfabetismo prepotente y la endofobia
obligatoria se han convertido en las principales señas de identidad del Régimen
que padecemos desde 1978, resulta refrescante e higiénico releer las crónicas
de otras épocas antes de que las omnipresentes Policías
del Pensamiento Único, inquisiciones de la mentira histórica y demás sanedrines
progresistas lo prohíban del todo.
Leyendo, por ejemplo, las notas que escribió el gran Josep
Pla el día que se proclamó la Segunda República, vemos cómo el papanatismo, la
picaresca y la cobardía de la casta política no son cosa de ahora sino que
hunden sus raíces en la más rancia tradición parlamentaria del liberalismo hispano.
El escritor, testigo de excepción del 14 de Abril de 1931, desglosa
en sus crónicas escritas sobre el terreno, casi minuto a minuto, el devenir de
los acontecimientos que condujeron a la caída de la podrida e inane corona
de Alfonso XIII.
Más allá de un análisis político necesariamente nublado por
la proximidad y la inmediatez de los hechos que, muy poco después, consolidarían
la Segunda República como el período más nefasto y criminal de nuestra Historia
reciente, lo que llama la atención en los textos de Pla es la nula resistencia
de los estamentos beneficiarios de la monarquía a la proclamación republicana.
La aristocracia, lejos
de mover un solo dedo para apoyar a un monarca al que debe todas sus
prebendas y privilegios, se apresura a
congraciarse con las nuevas autoridades.
El Ejército, por su
parte, permanece mano sobre mano ante la manifiestamente ilegal proclamación
del nuevo Régimen.
El hombre de la calle, a su vez, manifiesta una pueril e
indefinida alegría combinada con una gregaria cautela para parecer más
republicano que nadie. Los comerciantes se apresuran a eliminar de sus
establecimientos cualquier referencia monárquica. Los letreros de “proveedor de
la Real Casa” son cuidadosamente cubiertos por el trapo tricolor.
Está capacidad camaleónica de la sociedad española para
medrar en cualquier circunstancia es lo que despoja de solemnidad cualquier acontecimiento histórico en España y lo reduce a la categoría de cambio de disfraz en
un baile de Carnaval.
El cambio de rótulos en los comercios de Abril del 31
obedece al mismo impulso mercantilista y ramplón que hoy puebla los anuncios
publicitarios de ostentosas referencias a los dogmas progres.
No hay marca
comercial que no exhiba, por ejemplo, una abundancia de negros en sus
promociones comerciales para que el poderoso lobby racista antiblanco le conceda
su nihil obstat. O que no haga una exagerada apología de la homosexualidad, para
no incurrir en la ira de la omnipresente mafia LGTB. O que empiece a evitar
mostrar imágenes de mujeres guapas para no irritar a las generalmente poco
agraciadas marisabidillas de la inquisición feminista.
Al final, lo importante es que, como en "El Gatopardo", todo
cambie para que todo siga igual. Los aspavientos, postureos y poses de la nueva
dogmática globalista tienen una función cazurramente cosmética y reconocen de
forma cada vez más explícita su papel de trampantojo instrumental.
En una Nación en la que los españoles arruinados por la
crisis covidiana duermen a la intemperie mientras se aloja en hoteles de lujo a
la marabunta de delincuentes que nos envía Marruecos, lo de menos es si el Gobierno
que fomenta esta situación es monárquico o republicano.
El debate entre la caspa ultraizquierdista bolivananera y la
caspa ultraderechista liberal y sionista sobre si llamar Monarquía o República a
la sucursal del globalismo que nos pastorea es, además de pueril, una
charlotada insultante.
J.L.Antonaya