A medida que pasan los días, van apareciendo los muertos de la catástrofe de Valencia. Muchos. Demasiados. Víctimas de la riada y del cúmulo de mezquindad, incompetencia, estupidez y desidia por parte de la ralea política en la gestión de la catástrofe.
Y no es una cuestión de siglas. Tanto el Gobierno central como el autonómico han antepuesto sus mezquinos intereses partidistas a su obligación de ayudar al pueblo que paga sus sueldos y prebendas.
Y no es solamente porque nuestra clase política sea en general una panda de estafadores, vividores, vendedores de humo, puteros, chonis y parásitos. Que lo son.
El problema es que el sistema político que padecemos potencia, fomenta y premia a este tipo de fauna.
La partitocracia parlamentaria que nos impusieron con la Constitución de 1978 es, básicamente, un patio de Monipodio en el que distintas bandas de indeseables negocian, discuten y se reparten el botín de nuestros impuestos y utilizan los cargos no como puestos al servicio del bien común sino como plataforma para la impunidad de sus chanchullos.
El problema de fondo es que dichas bandas de indeseables se atribuyen la representación de la soberanía popular. Como si los españoles, en lugar de nacer en una familia, vivir en un municipio y trabajar en un sector de la economía, hicieran todas esas cosas en un partido político.
Unas burocracias sobredimensionadas, lentas, ineficientes y generalmente corruptas, convierten la gestión de cualquier tarea en un laberinto inacabable y farragoso y en un tormento y una pérdida de tiempo para el ciudadano/víctima/contribuyente.
Los millonarios presupuestos públicos se diluyen en mordidas, comisiones, subvenciones a los amiguetes, afines y palmeros, subcontratas y creación de organismos inútiles y redundantes.
Si a todo lo anterior añadimos la indecente cesión de nuestra soberanía a entes supranacionales, lo raro es que algo funcione con normalidad
Porque, claro, cuando llega una gota fría y hay que movilizar al Ejército resulta que no se sabe muy bien si hay que pedir permiso a la taifa autonómica, al Ministerio de Defensa o al Pentágono. (Salvo si la catástrofe ocurre en Marruecos. Ahí sí, ahí se moviliza la ayuda oficial en 24 horas.)
La catástrofe de Valencia ha puesto de manifiesto que el Estado de las Autonomías, además de caro y corrupto, es más inútil que la “g” de “gnomo”.
La buena noticia es que también ha puesto de manifiesto que el pueblo español aún es capaz de ayudarse a sí mismo y de sustituir con su sacrificio y esfuerzo a unas instituciones obsoletas.
J. L. Antonaya