domingo, 9 de agosto de 2020

MENOS MAL QUE NOS QUEDA PORTUGAL.

Los tres países fronterizos con España son como una comunidad de vecinos. 
Al norte, en el piso de arriba, está el vecino cabrón y pijo que siempre sacude sus alfombras sobre nuestra ropa tendida, y en las juntas de la Comunidad de Vecinos nos incordia con sus quejas y sus imposiciones. A pesar de que nos odia, saluda cuando coincidimos en el ascensor y finge hipócritamente un colegueo más falso que el diario de Ana Frank.
En la planta de abajo, hay un piso ocupado por una banda de pequeños traficantes y rateros. Acumulan la basura en la escalera, molestan a nuestras hijas, siempre que pueden nos birlan algo y, aprovechando que nuestra puerta está siempre abierta, se nos cuelan en casa, nos saquean la despensa,  y nos han puenteado la instalación de la luz.
Y, por último, en la puerta de al lado viven unos parientes con los que hace años que no nos hablamos por olvidadas rencillas familiares pero que son gente sensata y educada. 
A pesar de que nuestros abuelos se repartieron el mundo como buenos hermanos en la lejana época en la que no se ponía el sol en nuestros dominios, los portugueses y nosotros vivimos ignorándonos mutuamente. Y no por antipatía, sino por costumbre. 
Durante los peores meses de la pandemia, nuestros vecinos, a pesar de estar gobernados como nosotros por una coalición progre, tuvieron una cantidad de víctimas mínima. Una choni con poltrona ministerial dijo que era porque, como Portugal estaba más al oeste, el virus tardó más en llegar. Ante las sandeces con las que la banda de Sánchez suele trufar sus declaraciones, uno nunca sabe si se están cachondeando de nosotros, si hablan a la medida de las entendederas de sus votantes o es que son así de mongolos.
Más allá de las estupideces pesoeras, lo cierto es que los portugueses, en lugar de mirar para otro lado y silbar como hicieron Pedro Sánchez y sus secuaces cuando los muertos se empezaban a amontonar en los tanatorios, hicieron lo que haría cualquier gobierno con dos dedos de frente: cerrar sus fronteras. Quizá en la decisión lusa influyera que su Ministra de Sanidad es una científica prestigiosa mientras aquí se reparten ministerios a las amantes, aunque sean cajeras del súper, y a los astronautas, aunque sean tontos del culo. 
Ahora, cuando afortunadamente en España ya no se cuentan los muertos por centenares y se han tenido que inventar lo de los asintomáticos para seguir acojonándonos, nuestros vecinos pasan de la histeria colectiva, de las mordazas obligatorias y de los cierres de tabernas con los que aquí posturean los políticos. 
En las playas portuguesas, según me han dicho amigos que se han escapado unos días de nuestro triste y asfixiante ambiente, no hay comisarios políticos, ni mascarillas y demás restricciones. 
Y seguro que, aunque los beneficiarios de la plandemia decidan inocular "segundas oleadas", nuestros vecinos tendrán menos muertos que nosotros.  
 Los portugueses aún se resisten a la orwelliana Nueva Normalidad. Y yo que me alegro.

J.L. Antonaya